El valor de la democracia

Notas

Compartir

Por Camilo Gioffreda*

Un análisis sobre la guerra en democracia

Aunque su génesis haya sido cuestionada y debatida desde el punto de vista filosófico, la democracia es el régimen político que, actualmente, tiene vigencia en casi toda la superficie del planeta. Concebimos tal régimen como uno de los logros supremos de la humanidad y, es por ello, que existe una disposición general a sostener que bajo la democracia los Estados no resolverán sus disputas mediante la guerra. Sin embargo, desde el surgimiento de las primeras comunidades humanas, los hombres han recurrido a la guerra como forma de resolver sus controversias. A modo de ilustración podemos advertir que Atenas y Esparta, bajo este régimen, desencadenaron una de las guerras más sangrientas que se tenga registro sobre la Grecia Antigua.[1]

Atenas se regía por una democracia directa o pura, por el contrario, en Esparta se advertía una democracia indirecta o representativa. Conviviendo estas ciudades-Estado bajo un mismo régimen pero con diferentes formas de llevarlas a cabo, sería incorrecto imaginar que las disputas actuales entre los Estados no puedan llegar a un desenlace similar. Aristóteles (2005), a diferencia de Platón, centró su pensamiento en un saber práctico en donde sostuvo que había tantas ideas de justicia como comunidades políticas existiesen. Del mismo modo, podemos advertir que conviven tantas formas de democracia como Estados sean reconocidos como tales.

A lo largo de los siglos, muchos fueron los esfuerzos de los hombres por enlazar la moral de los antiguos griegos y la política como conceptos indivisibles. Un filósofo de origen alemán, Immanuel Kant (1998), en su obra La Paz Perpetua proponía la construcción de una institución de carácter mundial. Esta tendría, como fin último, garantizar una estructura y cosmovisión de gobierno en la que cada Estado garantice la paz y erradique la guerra de manera permanente.

“Tiene que existir, por tanto, una federación de tipo especial a la que se puede llamar la federación de la paz, que se distinguiría del pacto de paz en que éste buscaría acabar con una guerra, mientras que aquella buscaría terminar con todas las guerras para siempre” (Kant, 1998:24).

En principio podríamos decir que la Sociedad de las Naciones o, su sucesora, la Organización de las Naciones Unidas fueron intentos por llevar a la realidad la consumación de las ideas de Kant. Sin embargo, la mayor debilidad del análisis kantiano reside en su discurso cargado con la lógica del propio deseo y, al mismo tiempo, concibiendo un accionar universal de los hombres que termina siendo ilusorio. En realidad, no todos los hombres buscan la paz incondicionalmente. Los sujetos solo obedecen un patrón de conducta moral y obediencia únicamente cuando exista un ente superior que los sancione y los juzgue.

Si damos cuenta que la ambición es parte de la naturaleza humana, más aún, el primer deber de un Estado es el de sobrevivir y la guerra coexistió con el hombre desde los orígenes de las civilizaciones; la aspiración a una paz eterna es un concepto límite que mezcla la utopía con la realidad.

Es cierto que en toda construcción teórica de tipo ideal, la utopía puede ser una condición necesaria para movilizar a los hombres pero no debe ser confundida con la propia naturaleza de los hechos y la realidad existente. Con los Estados modernos consolidados y la transformación de la sede ciudad-Estado al Estado nacional, la vasta extensión territorial y demográfica trajo como consecuencia la obligación de los políticos en apelar a un electorado masivo. Autores como Eric Hobsbawm (1989) sostienen que en el período de la Paz Armada[2] (1871 -1914), las clases dirigentes advirtieron que la democracia se ajustaba perfectamente al anhelado logro de la estabilidad política. La guerra comenzaría a ser utilizada como proceso movilizador de masas y, a su vez, como una herramienta electoral. En este sentido Hobsbawm sostiene lo siguiente:

“La guerra, o al menos la perspectiva de una guerra victoriosa, tenía incluso un potencial demagógico mayor. El Gobierno conservador inglés utilizó la guerra de Sudáfrica para derrotar espectacularmente a sus enemigos liberales en la elección de 1900 y el imperialismo norteamericano consiguió movilizar con éxito la popularidad de las armas para la guerra contra España en 1898” (Hobsbawm, 1989:104).

Con esto podemos advertir que desde el momento mismo en que la democracia hizo su aparición en el Estado moderno, los gobernantes utilizaron dicha empresa como herramienta para legitimar la guerra y, al mismo tiempo, aumentar la popularidad política. Ahora bien, al finalizar la Guerra Fría, algunos anticiparon prever un clima de globalización marcado por la cooperación y el respeto a los derechos y libertades del hombre. Esto no terminó siendo así, la existencia de crisis y conflictos continuaron pero con características diferentes. Con la penetración de la democracia como régimen supremo, diferentes autores han sostenido que estos países no desencadenaran sus disputas mediante la guerra. Pensado de esta manera, podríamos presuponer que la guerra es un fenómeno prácticamente erradicado. Sin embargo, en la actualidad somos testigos de conflictos cuya naturaleza son aún más aberrantes que en el siglo pasado. Los conflictos actuales tienen lugar dentro de las fronteras del Estado y su solución le es pertinente al gobierno de turno de dicho país. Somos testigos de la existencia de milicias, rebeldes y ejércitos paramilitares que coexisten dentro de determinados Estados. Esto, en consecuencia, supone la pérdida del Estado en su capacidad de monopolizar la violencia.[3] En una guerra convencional, el Estado puede disponer de sus Fuerzas Armadas de la manera que crea más conveniente para la preservación de sus intereses. Sin embargo, la existencia de grupos armados que no responden al Estado, configura una disminución del poder soberano. La necesidad de erradicar a dicho grupo supone, entonces, un enfrentamiento entre dos actores de diferentes dimensiones.

Con todo, podemos advertir que lejos de erradicarse los conflictos, bajo el régimen democrático, estos solo cambian de forma. Ello implica un desafío para que los gobiernos democráticos aumenten, de la manera más efectiva posible, sus medidas para el cumplimiento de la ley, su capacidad de policía y proteger a la sociedad civil de las nuevas amenazas. El siglo XXI nos demostró la existencia dual de un nuevo reto: encontrar un equilibrio satisfactorio entre la garantía de seguridad y la preservación de la democracia.

[1] La guerra del Peloponeso (431–404 a. C.) fue un conflicto militar que sucedió en la Antigua Grecia en donde Atenas y Esparta se enfrentaron, disputándose así, la hegemonía regional.

[2] Fue un periodo de la historia política de Europa que se caracteriza por el fuerte desarrollo de la industria bélica y por la creciente tensión en las relaciones internacionales fruto de las alianzas militares.

[3] El monopolio de la violencia es un término acuñado por Max Weber. Dicho autor sostenía que un Estado es una asociación de dominio que, el interior de su territorio, logra con éxito monopolizar la coacción física legítima en mano de sus directores. Es por ello que, un Estado que no pueda monopolizar la violencia, pierde capacidad de dominio sobre su causa material: la sociedad civil y el territorio.

Bibliografía

• ARISTÓTELES: La Política. Buenos Aires: Losada, 2005.
• HOBSBAWM, ERIC: “La política de la democracia” en La era del imperio (1875-1914). Barcelona: Labor, 1989.
• KANT, IMMANUEL: La Paz Perpetua. Buenos Aires: Prometeo, 2010.
• PLATÓN: La República. Buenos Aires: Eudeba, 2012.
• WEBER, MAX: “El Estado racional como asociación de dominio institucional con el monopolio del poder legítimo” en Economía y sociedad. D.F. México: Fondo de Cultura Económica, 1969, pp. 253-256.

*Camilo Gioffreda es estudiante de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires.