La vigencia de la autonomía puiguiana
La vigencia de la autonomía puiguiana
Por Maximiliano Barreto, estudiante de Licenciatura en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario.
La definición del concepto de autonomía es uno de los ejes fundamentales en torno al cual han girado los debates más relevantes de los últimos 40 años en el ámbito académico de las relaciones internacionales argentinas. La necesidad de emprender una política exterior en clave autonómica impulsó a los teóricos del país a pensar esta categoría.
A lo largo de los años, a nuestro parecer, tres han sido las perspectivas más importantes que han abordado la cuestión. Se nos presenta así el tratamiento que le dio Juan Carlos Puig y su propuesta de autonomía heterodoxa; el aporte de Carlos Escudé desde el realismo periférico y finalmente la aproximación de Roberto Russell y Juan Tokatlian a la autonomía relacional.
A continuación expondremos algunos lineamientos que permitan reflexionar sobre la autonomía. En tal sentido partimos de considerar que el aporte de Puig es el más significativo por lo cual es útil retomar sus ideas para repensar en el siglo XXI este concepto.
La vigencia pese al cambio de época
En 1980 en el libro “Doctrinas internacionales y autonomía latinoamericana” Puig define la autonomía como “la máxima capacidad de decisión propia que se puede tener, teniendo en cuenta los condicionamientos objetivos del mundo real”. En este sentido autonomizar significaría ampliar los márgenes de maniobra, en palabras de Puig: “ampliar el margen de decisión propia y por tanto implica recortar el margen del que disfruta algún otro”[1]. Este juego de suma cero (ganar lo que otro pierde) parece ser el rasgo que han tomado algunos académicos para considerar que estamos ante la presencia de una concepción de la autonomía que se define por contraste[2]. Sin embargo, no tiene relevancia teórica una apreciación tal, dado que la autonomía del estado implicará siempre un otro, un exterior, incluso si el estado actuara de manera concertada en vistas de emprender decisiones autonómicas. En todo caso, decir que estamos ante la presencia de un concepto que se define por contraste puede ser un uso lingüístico para hacer alguna valoración encubierta.
La autonomía es un concepto político. La necesidad de pensarlo en un contexto diferente[3] no debe implicar -como nos propone a nuestro entender la tercera aproximación a la autonomía – la abdicación por parte del estado de la posibilidad de buscar espacios de acción donde maximizar su capacidad de decisión en tanto unidad. Más allá de que nuestra postura pueda ser acusada de anticuada -dado que nos vemos inmersos en un contexto de erosión de la estatalidad pensada en términos realistas- el estado sigue siendo una centralidad. El concepto de autonomía se arraiga a un estado; a la necesidad de un Leviatán de actuar autonómicamente. Se nos encarga la misión de pensar para que un estado autonomice su política, independientemente de las estrategias que usemos para tal fin y de los cambios de contexto.
Russell y Tokatlian en “De la autonomía antagónica a la autonomía relacional: una mirada teórica desde el Cono Sur” (2001) hablan de la autonomía relacional definiéndola como “la capacidad y disposición de los estados para tomar decisiones por voluntad propia con otros y para controlar conjuntamente procesos que se producen dentro y más allá de sus fronteras”. A nuestro entender, y más allá del cambio contextual, esto no parece ser una definición de autonomía, sino más bien la conceptualización de una estrategia (entre varias) para autonomizar. Como decíamos líneas arriba, los estados no deben resignar espacios que le permitan ser autonómicos. Es claro que la autonomía no puede reducirse al decidir y enfrentar procesos en conjunto. Más aún porque dicha actuación no implica que un estado esté siendo autonómico; ser furgón de cola, por más fachada de consenso que exista, no implica una acción tal.
Las dos caras
La autonomía implica dos dimensiones. Una externa dada por la flexibilidad que el sistema internacional presenta[4], esto es, espacios que se pueden aprovechar para maximizar la capacidad de decisión. En términos de Helio Jaguaribe hablamos de la “permisividad internacional”; y en la cara interna, de la “viabilidad nacional”. En ésta última dimensión Puig advierte que no sólo se incluyen recursos materiales, sino también la necesidad de élites funcionales dispuestas a perseguir objetivos autonómicos.
Veamos un ejemplo. Nos ubicamos en la Argentina de los primeros años después de la crisis social-política-económica del 2001. Solamente una vez que:
a) en el ámbito interno el país pudo mostrar un desempeño económico capaz de comenzar a reparar la situación de caos social, y
b) después de tener en el ámbito externo menos presiones -dada exitosa renegociación de la deuda externa- se pudieron tomar decisiones con autonomía. Una vez ocurrido esto, se pudo condenar con más firmeza la guerra de Irak, se dejó de votar en contra de Cuba, etc.
La unión recurso fundamental
Al respecto del actuar y decidir en forma conjunta, consideramos que es uno de los recursos más importantes con que se cuenta para emprender políticas autonómicas; pero de ningún modo puede constituirse en la definición de la autonomía en sí misma. Puig ya manifestaba la importancia del actuar en conjunto al decir: “en el fondo, el verdadero recurso con que cuentan los países que desean aumentar su margen de autonomía, es la unión, especialmente si es concebida como estrategia para anular la voluntad del dominante”. Avanzaba más aún al considerar fundamental la reapreciación de los procesos de integración latinoamericana.
Como vemos, le otorga un carácter instrumental a la integración, por lo cual no puede pensarse que sea en sí misma autonomizante. El actuar en conjunto, más allá del “consenso”, es una herramienta al servicio de la autonomía estatal. Son diferentes los móviles que pueden impulsar la actuación en conjunto de varios estados, no necesariamente ampliando los márgenes de acción. No obstante si se utiliza adecuadamente, los márgenes de maniobra se amplían considerablemente sobre la base del actuar en conjunto.
Una postura en conjunto de Argentina y Venezuela en el marco del Mercosur, sin duda amplía los márgenes de acción de nuestro país frente a Brasil. Lo que no significa que la autonomía deje de ser estatal.
Esa acción en relación, también implica la definición de una oposición. Por lo cual no libra a la definición de Russell y Tokatlian de estar exenta de un contraste que la defina; y extensivamente de un antagonista. Otro se contrapondrá incluso cuando se actúe en conjunto.
Conclusión
La obra de Puig es sin dudas el principal aporte intelectual argentino para pesar nuestro país. Pese a los cambios ocurridos desde los años ’70 y ’80, la visión puiguiana sigue vigente. La concepción al reconocer un otro como momento de definición, no abdica posibilidades de autonomizar las decisiones y por lo tanto es capaz de atender más integralmente al interés nacional.
[1] PUIG, J. C. La política exterior argentina: incongruencia epidérmica y coherencia estructural. América Latina: Políticas Exteriores Comparadas, 1984.
[2] Incluso la mencionan como “autonomía antagónica”.
[3] Puig escribió las dos obras citadas inmerso en la lógica Este-Oeste propia de la guerra fría.
[4] Puig entendía al sistema internacional como un orden de repartos: los “repartidores supremos” establecían los criterios del sistema y los “recipiendarios” ajustaban sus conductas a dicho orden. Este es el carácter jerárquico del sistema. Pero también consideraba que los estados más poderosos (los repartidores supremos) no podían imponer su voluntad absoluta. Esto es el carácter flexible del sistema, el cual posibilita una progresiva autonomización de los recipiendarios.